Salvá a tu generación
Esta es mi propuesta: ¿y si estamos viviendo una transformación a nivel generacional de magnitudes equivalentes a la que se produjo entre los años 50 y 60?

Esta es mi propuesta: ¿y si estamos viviendo una transformación a nivel generacional de magnitudes equivalentes a la que se produjo entre los años 50 y 60?
Los textos no suelen empezar así, con una tesis escupida al viento. Pero no tengo tiempo que perder. La gracia de este blog/newsletter es precisamente romper algunos esquemas básicos de la ensayística, poder producir otras cosas. En este caso, tengo algo así como un problema, un síntoma sin diagnóstico, un juego al que quiero jugar. Una hipótesis que me parece imposible falsar, y eventualmente innecesario. Una propuesta: tiremos del hilo de esta idea.
Sintomatología
No paro de escribir acerca del malestar. No el mío, el propio (aunque imagino que este se desliza sin sutilezas entre las líneas), sino uno que nos aqueja con cierta generalidad. Uno que escucho replicado, haciendo eco. Se podría hablar también de descontento, insatisfacción, cansancio. Esta pista es la que sigo, pese a su carencia absoluta de objetividad empírica. No tengo encuestas que hablen de una propagación de afectividades negativas, ni podría tenerlas: esta sensación es también la del malestar de la opinión pública consigo misma y con su representabilidad. Es decir, hay un dolor que cree indecible, ajeno a los términos que poseemos para hablar de él, pero es al mismo tiempo evidente.
Esta desesperanza podría vincularse a una serie de factores socioeconómicos que conformarían una explicación ortodoxa. En Argentina, la continua crisis económica; a nivel global, la contemporaneidad con un proceso genocida en Gaza. De hecho, son sólo casos puntuales donde se anuda una trama mayor: el desacople del capitalismo 4.0 y la crisis del modelo de organización laboral conocido, la creciente tensión internacional que toma un matiz bélico.
Sin embargo, es al menos dudoso considerar que estos hechos son determinantes causales del malestar. Por una parte, es evidente que hay quienes los celebran. Pero la angustia que describo no es solamente la del claro retroceso de las banderas progresistas: también quienes se ubican del otro lado, quienes podrían festejar, continúan persistiendo en la opción por la furia y el llanto.
Párrafo aparte merece el tercer acontecimiento que aparece como posible condicionante, la tercera sospechosa: la pandemia. Es curioso: la siento más presente ahora que en 2022 o 2023, cuando comenzaba a retirarse. Es fácil burlarse de quienes mantienen una cierta obsesión con ella, pero ¿no se ubica en la excepcionalidad del COVID, en su irrupción inesperada, en la improvisación que la siguió, en los discursos que disparó, una clave de la época? Ni la configuración de un autoritarismo global (como dicen Agamben y Milei) ni la prefiguración de un nuevo comunismo (como dicen Zizek y su otra personalidad), sino tan solo un punto de aglutinación y explicitación de la precariedad de las cosas. Esa precariedad es la misma que la que se expande en todas las esferas en las que nuestra vida se desarrolla: la crisis ambiental, la organización del trabajo, el orden político (estoy hablando, de forma imprecisa, de lo que argumenta Alejandro Galliano en La máquina ingobernable: que esta fase del capitalismo se define por que la informalidad se hace sistema).
Estos fenómenos involucran a toda la población, pero como The Who, yo quiero hablar de my generation. Más precisamente, de los nacidos entre el fin de un milenio y el comienzo del otro. Creo que sobrevive algo así como un doble discurso al respecto de la gen Z y la gen Alpha. Por un lado, una preocupación infinita sobre los efectos de la socialización en entornos digitales y el uso de dispositivos tecnológicos en general; preocupación que suele adquirir la forma de una paranoia tecnofóbica con tintes reaccionarios. Pero, al mismo tiempo, una absoluta inacción al respecto, que denuncia que, o bien las herramientas pasadas ya no pueden enfrentar el problema (la regulación de Internet al estilo Unión Europea), o bien encontramos en secreto que los efectos positivos ampliamente compensan los negativos.
No sabemos todavía los efectos que estas condiciones técnicas tienen sobre la subjetividad. No tenemos más que algunos indicios abstractos que parecen más bien sospechosos cuando los vemos en forma de twits que diagnostican un vibe shift o hablan desde una teoría de la degeneración que haría sonrojarse a un nazi. He's cooked, chat. It's so over.
El materialismo tradicional requiere que terminemos el análisis más o menos acá. Una generación que ve una clara reducción del acceso al empleo en relación de dependencia, así como una marcada inestabilidad política doméstica e internacional, y al mismo tiempo de una aceleración de los desarrollos tecnológicos contemporánea a una crisis ambiental sin precedentes. Esta oración ni siquiera requiere predicado, ya está. Y sin embargo, no parece alcanzar: ¿no se contrarrestan, o al menos moderan, estos factores si tomamos en cuenta los inmensos avances médicos, el acceso casi infinito a producciones culturales de todo tipo, y otros acontecimientos en el campo de la tecnología, el único que sostiene algo así como un utopismo?
Quizás se trata de poner énfasis en esa coexistencia: la de la aceleración de la innovación técnica, por un lado, y la crisis del soporte ambiental, por el otro. Es difícil no pensar en los dos campos de vanguardia, la Inteligencia Artificial y la exploración espacial, como formas de escape de una Tierra que resulta escasa. Lo que no implica que esos avances sean malos, desde ningún punto de vista: sólo se trata de señalar que el ímpetu que están teniendo es correlativo a una carrera que no parece ser, como en los años 50, de competencia por la hegemonía global, sino la de un planeta que se incendia.
Creo, en síntesis, que es posible que la trillada frase de Mark Fisher, que "es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo" haya puesto demasiado énfasis en la imaginación. Evidentemente, es más grave que somos más capaces de producir el fin del mundo que el fin del capitalismo. O, incluso, que no se trata tanto de la imaginación acerca del colapso sino la imaginación en el colapso. Pero, exactamente, ¿qué colapso?
Fenomenología
Hasta aquí, los síntomas de un malestar que aparece condicionado por una serie de factores técnico-políticos pero que también parece excederlos. Parece ser excesivo, exagerado, así como el término "colapso" parece ser hiperbólico. La sociedad sin duda no ha colapsado, y si hay una degradación del poder aglutinante de las instituciones y las tradiciones (y sólo plantearlo ya nos acerca a una argumentación, de mínima, conservadora), esta es paulatina y parcial. Pero el descontento existe, pese a todos los pruritos que podamos tener sobre sus condiciones. Me recuerda, de alguna manera, a la manifestación de un trauma que señala que un daño ha ocurrido o está ocurriendo, aún si permanece invisible.
He visto (en TikTok, dónde si no) comparaciones entre lo que estamos viviendo y la caída de la Unión Soviética, a partir del libro Todo era para siempre, hasta que dejó de existir, de Alexei Yurchak. Estaríamos viviendo un proceso de "hipernormalización": la construcción de una falsa realidad que sostiene un sistema en el que nadie cree, porque nadie puede creer en una alternativa. Me parece un argumento dudoso. En primer lugar, el soviético era a fin de cuentas un régimen político que podía "caer", como han caído muchos otros; el capitalismo contemporáneo es una cosa mucho más compleja cuya eventual caída tiene requerimientos mucho más importantes. Y, a fin de cuentas, el camino que siguió Rusia post 1989 no fue tan diferente al de otras sociedades; lo que sucedería en nuestro planeta en un cambio de modo de producción es completamente inconcebible.
En segundo lugar, la idea de una realidad imaginaria en la que resulta crecientemente difícil creer es interesante, pero merece ser clarificada. Porque es cierto que hay algo ocurriendo en el orden de lo fenoménico, es decir, cómo se aparecen ante nosotros las cosas. Es por eso que el cambio climático da lugar a una serie de discusiones sobre su evidencia, sobre la capacidad epistémica de la ciencia para dar cuenta de él. Es por eso que emergen lo que llamamos negacionismos. Puede argumentarse que debates del mismo orden se están dando sobre la fragilidad del orden socioeconómico.
Por eso es preocupante que cobre fuerza, en los anticapitalismos, la celebración de lo inmediato, no en el sentido de lo veloz sino de lo que no requiere mediación. La idea de que el orden de cosas es "solamente" una pantalla, algo que oculta una realidad inferior, a la que podríamos acceder más directamente. En el peor de los casos, me parece estrictamente equivalente a la noción de que no puede haber cambio climático porque en julio hace frío.
Volvamos a la cuestión generacional. Es meramente una cuestión de experiencias vividas: estoy hablando de quienes no recuerdan los 90. Es posible que ahí se juegue algo que explique por qué hay unas condiciones subjetivas tan distintivas. La década de la hegemonización del neoliberalismo sentó una serie de fundamentaciones, sedimentadas a la vez sobre las memorias de los años previos: de los últimos años de confrontaciones anticapitalistas efectivas. Pero, en retrospectiva, esos fundamentos parecen cáscaras vacías; hablan un idioma que ya no se entiende, una lengua muerta, la de un capitalismo con antagonistas.
Esto no determina a las generaciones más jóvenes a ser más nada; ni más de izquierda ni más de derecha, ni más estúpidas, ni ninguna otra cosa. Es solamente una condición contingente (y una más entre varias), que opera de manera tendencial, y que les (nos) impulsa hacia otra relación con lo que todavía es el status quo. Esa relación es la de una sospecha: que las cosas podrían colapsar. Que los cimientos son endebles, que las razones por las que deberían mantenerse en pie no parecen suficientes. Esa sospecha, que no es una constatación, alcanza para producir efectos muy marcados en nuestra relación con el presente y, sobre todo, con el futuro.
Hay mucho más no-future en un pibe que nació en 2001 que en una estrella punk de los 70 o un masoquista adicto al porno de los 90. La definición de "late capitalism" (o, como postuló recientemente Alberto Toscano en un gran libro sobre la relación entre autoritarismo y mercado, "late fascism") es muy clara. No se trata tanto de que efectivamente el capitalismo esté por terminar; de hecho, el sustantivo pierde peso. Mucho más importante es el adjetivo: una generación que se percibe tardía. Un atardecer.
Es el cambio entre percibirse como viviendo "después del fin de la historia" (tal como fue decretado por Francis Fukuyama), y encontrarse viviendo "antes del fin del mundo". Decir "se viene" o decir "nunca pasa nada" no son contradictorios: si señalamos que finalmente algo está por venir, es porque en el ahora nada está ocurriendo. Es una cuestión de perspectiva, pero la transformación es operativa: la carencia de alternativas a la organización social capitalista pierde importancia ante la imagen del colapso. Imagen que es políticamente polivalente: puede aparecer asociada a la catástrofe ambiental, antropogénicamente producida; o también a la caída de Occidente por la degeneración moral. Pero lo que importa es que el malestar que resulta de la impresión de vivir en un estado frágil de cosas se potencia, sobre todo cuando la sospecha de esa fragilidad es cada vez mayor.
Futurología
Me gustaría recordarles que estamos jugando a un juego. Al comienzo de este texto yo dije "¿dale que las generaciones más jóvenes están atravesando una transformación de magnitudes desconocidas?" y ustedes, si siguieron leyendo, tácitamente me dijeron "dale". En realidad no dije "desconocidas"; explícitamente las comparé con los cambios de los años 50 y 60. Me refería, es obvio, a una combinación de procesos sociales que se dieron en la posguerra: la invención de algo así como la "juventud", el nacimiento de las contraculturas beat y hippie, una serie de diálogos entre las izquierdas y otros sectores activos (cristianos, nacionalistas, artistas de vanguardia).
La comparación no es casual. Hay puntos de encuentro: uno bastante evidente es una relación con el posible fin del mundo, en aquel caso asociado al imaginario nuclear. También hay desencuentros: hoy la contracultura no existe. No la busquen, no está; hay, a duras penas, cultura alternativa, y gracias. Pero saliendo de la literalidad, de lo que se trata es de procesos que se dan efectivamente en el orden de lo generacional. Formas de socialización y de subjetivación que son parcialmente cerradas a las generaciones anteriores; cierta porosidad subsiste, pero reducida.
Se deduce de estas premisas (osadas) que algo está siendo inventado.
No sabemos qué es. No tenemos el lujo de la retrospectiva. Pero mi propuesta hipotética es, básicamente, tomarnos en serio que algo está pasando y es algo grande. No lo calificaría como algo grave, no lo juzgaría aún. Creo que hablar simplemente del ascenso de un nuevo fascismo, por ejemplo, es una conclusión apurada, que tiende a homogeneizar lo que son procesos variados y solapados; en síntesis, que es el equivalente invertido a diagnosticar en 2018 el triunfo de una generación feminista y LGBT friendly (como muchos hicieron).
Quizás lo que está naciendo no tenga un signo político preciso, sino que será solamente una nueva forma de vida en el mismo sentido en el que lo es la juventud a partir de mediados del siglo pasado. Hoy, al menos, es más evidente la magnitud de los cambios que toda cualificación precisa. Sin embargo, abrí hablando de malestar: más allá de la activación política que pueda suceder, el punto de partida es un descontento, algo que quizás pueda volverse fácilmente un resentimiento, una reacción.
Sin embargo, quiero decir que mi juicio sobre las contraculturas de los 50 y 60 no es necesariamente positivo. Más allá de toda crítica sobre un hedonismo que replicaba a niveles micro todo el autoritarismo de las generaciones previas (no deja de aparecer una sombra fisheriana en este texto), es hasta trillado decir que sus sueños de libertad no fueron llevados a cabo. The dream is over. Más importante me parece argumentar que el neoliberalismo hizo un muy efectivo uso, si no de esas ideas, al menos de su potencia libidinal.Las logró reutilizar, pervertir si se quiere, pero de alguna forma inspiraron el espíritu emprendedor de los empresarios tecnológicos de los 70 y, luego, las promesas de liberación mercantil de las sociedades rígidas en los 80 y 90.
Quizás se pueda hacer eso mismo con estas manifestaciones culturales. Captar su energía y redirigirla. Queda la pregunta de quién, con qué herramientas, podría hacerlo. Para eso hay que prestar atención a su configuración, a su relación con la precariedad, la informalidad, la digitalidad, la radicalidad. Hay que tomar en serio el proceso.